sábado, 8 de enero de 2011

J. M. COETZEE: UNA ESCRITURA PARA EL DESASOSIEGO

  Cuando se conoce la literatura de John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo,1940),  la aproximación a  entregas posteriores sugiere inquietud por la certeza de que en esta narrativa no hay pausas ni tiempos muertos; cada propuesta ficcional convierte al lector en un ser desasosegado.
  Los libros de Coetzee son parábolas sobre el comportamiento, subrayados oscuros que destacan, con abundantes matices, que en el hombre  se refugian actitudes ejemplares, pero también las aristas más herrumbrosas de lo sórdido.






UN DISCÍPULO DE MONTAIGNE

Verano
J. M. Coetzee
Mondadori, Barcelona 2010

   Cuando Miguel de  Montaigne prologaba sus ensayos incluyó una advertencia previa para constatar una objetividad limitada: “yo mismo lector, soy la materia de mi libro”. De igual modo, en la novela Verano – tercera entrega sobre el yo existencial- J. M. Coetzee recurre como fuente a unas anotaciones redactadas entre 1972 y 1975, enriquecidas décadas más tarde con epígrafes en cursiva que habrían de desarrollarse cuando emprendiera la tarea de completar la narración de sus días. Para convertir al sujeto en objetivo único inventa a un supuesto biógrafo inglés que emplea como base de su investigación los cuadernos trascritos y los testimonios orales de testigos y vecinos.
   Es sabido que en los años setenta en Sudáfrica el represivo régimen del apardheit  estaba en pleno apogeo y el gobierno del país estaba controlado por una minoría blanca que aplicaba leyes estrictas a la ciudadanía negra, mientras Nelson Mandela estaba confinado en la isla de Robben, y en los centros penitenciarios los activistas eran tratados como terroristas. Faltaba mucho tiempo para abolir la segregación racial.
   En esa década, el yo desdoblado del escritor era un solitario huraño, sin concesiones hacia la vida pública, que usa sandalias y gafas, trabaja como profesor a tiempo parcial y tiene un aspecto muy poco atractivo. Vive con su padre en la  urbanización Tokai de Ciudad del Cabo, en una casa muy tosca que perteneció a un agricultor y precisa continuas reparaciones y nuevos materiales de construcción. Los años han convertido al padre, ya en la senectud y con notables carencias físicas, en un escéptico; el contexto no le interesa y no emite juicios ni refrenda opiniones ajenas sobre las consecuencias de la segregación en el acontecer cotidiano porque ha perdido la curiosidad y se limita a estar. El hijo, por su parte, apenas comparte tareas con el vecindario; no obstante agota una relación sentimental con Julia que proporciona valiosos datos en un largo cuestionario para entender la personalidad del autor. Tambien la prima Margot cobra una dimensión estelar en el nucleo humano mas próximo.
Si la mayoría de las autobiografías optan por la linealidad cronológica y por el enfoque directo de la primera persona, Verano resulta muy novedosa en su estructura. Es un viaje introspectivo a distancia, donde se moldea a si mismo como creación verbal. No enfatiza su estatura, pocas veces enaltece su carácter; más bien aparece como un sujeto menor que nada hace  por disimular carencias, y de quien resulta difícil sospechar el posterior trayecto literario y la repercusión de su trabajo intelectual.
    El pasado sirve  para dar forma a las circunstancias del presente. Pero sobre todo vislumbramos un retrato doméstico, una sensibilidad vuelta sobre sí misma que hace suyas, como  buen discípulo, las enseñanzas del  moralista Montaigne: “Quiero que me vean en mi manera de ser, simple, natural y común, sin estudio ni artificio”.

                                                                      

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