domingo, 6 de febrero de 2011

PASEO POR GRAN VÍA


   Para la amistad no hay rutinas, para rememorar el paisaje de Béjar tampoco. En el hondón y en sus laderas predomina el verde, efecto colateral del agua abundante. En Rivas, en cambio, cada planta ha sido fruto del esfuerzo y de modificar el sustrato calizo del páramo. En la imprenta de Luis Felipe Comendador huele a tinta y el olor se mezcla en su cuarto de trabajo con el olor a tabaco y  con los olores singulares de objetos recopilados por un azar acumulativo. Hoy en Rivas huele a aceite de almazara, o tal vez al estiércol que abona el parque próximo y en el centro comercial huele a comida de menú laborable de administrativos y dependientas.
   Cuando llega Luis Felipe me deja en las manos un abrazo de meses sin vernos, dos cuadros de una exitosa exposición, ejemplares de su novela Que yo soy normal y palabras cordiales  para mi familia, porque es generoso por naturaleza y siempre regala primero.
   Elegí para el almuerzo un bar cercano, no por su presencia sino por el afecto de cubiertos con mango y cocina familiar. Acierto; la camarera es una delicia y el dueño es un joven empresario que no piensa que el cliente debe emigrar pronto y dejar sitio a otro cliente; Rubén y Rosi  permiten el diálogo de sobremesa y preguntan si todo está bien las veces necesarias.
   Después viajamos a Madrid para tomar un café en Gran Vía. Pocas terrazas madrileñas superan la perspectiva visual  del hotel Ada Palace, que Esther Muntañola me descubrió hace unos meses. El ático permite otear la bifurcación de dos arterias emblemáticas de la capital, Alcalá y Gran Vía, la fachada del Círculo de Bellas Artes, las azoteas pictóricas de Antonio López, la glorieta merengue de Cibeles y al fondo, semioculta por el Palacio de Correos, la Puerta de Alcalá;  trazos mayores de la ciudad monumental. Pero el bejarano prefiere la letra pequeña de lo inadvertido, la clave en miniatura, el detalle de Liliput: aquel graffiti, un posavasos, bajorrelieves, una rejería modernista, un cartel publicitario de Alberto Corazón y esa azotea de renta antigua y tercera edad sobre el Banco de Santander, con macetas, persiana verde, desconchones de Tàpies y jaula de jilguero.
   Luis mira las cosas con sentidos porosos para descubrir la intimidad y oír ese murmullo conventual que alienta en lo minúsculo. Y así caminamos por el aire libre de Chueca, desandamos pasos por la oferta carnal de la calle Sevilla, muy desmejorada a media tarde,  y admiramos el mosaico visual de la Puerta del Sol que tiene un calendario adelantado de primavera joven y una luz casi abril.
  Ya en el Círculo de Bellas Artes, atiende –como hiciera Carlos Barral, el editor poeta en Formentor- con diligencia un desmayo de estatua y comprueba con mimo sus constantes vitales. Después la cortesía de saludos (Félix Grande, Paca Aguirre, Javier Lostalé, Emilio Pascual, Fernando Beltrán...), voces, abrazos (De Cuenca, Urceloy, Virtanen) , libros, besos y el homenaje colectivo y justo a un poeta, Luis Alberto de Cuenca, que abre intervención saludando en público a Comendador por dejar Béjar por unas horas  para sumarse a un acto de amigos y maestros.
   Aforo completo en la sala María Zambrano y una calefacción abusiva. Me quito la chaqueta y me siento junto a Luis Felipe. Un pensamiento provoca mi sonrisa: soy un tipo afortunado; desde hace más de veinte años, desde aquel encuentro en Vitoria-Gasteiz  tengo el privilegio de su amistad.  
   

2 comentarios:

  1. Y yo no sé qué decir, amigo.
    Un besote y gracias por descubrir tu Madrid a un tipo que le tiene tanto miedo a las ciudades.

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  2. No tienes que decir nada, sólo regresar pronto porque la ciudad contigo se convierte en un pueblo con ventanas sin estores.

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