jueves, 3 de marzo de 2011

EL CISNE NEGRO DE NATALIE PORTMAN


        Consumo cine como un espectador de butaca que aborrece el sorbo de colacola y el nefasto olor de las palomitas. No soy un experto visual, capaz de vigilar al paso el valor de cada una de las instantáneas que enlaza el mosaico móvil de la gran pantalla.
  Con esa sensación me siento delante de Cisne negro empujado por su mejor  reclamo: la belleza de Natalie Portman.
    El ballet clásico ha cultivado lugares comunes que asocian su práctica a cuerpos frágiles, semietéreos, de blanquísima piel, capaces de crear en cada desplazamiento un aire de belleza y armonía. Sin embargo, casi desde el inicio, la película de Darren Aronofsky borra cualquier indicio de comedia y se inclina a un cauce argumental de cine negro; escenas angustiosas y personajes con un ego repulsivo que invita a mantenerlos a distancia.
   En ese entorno de bailarinas competitivas y navajeras, bajo el cuidado de una madre fracasada que busca su terapéutica superación en el triunfo de la hija, se va perfilando el personaje de Nina, una Natalie Portman dispuesta a unificar gracilidad en el escenario y neurosis en la vida doméstica.
   El rostro de Natalie propende al primer plano, tiene una belleza natural, incluso con el maquillaje turbador del cisne negro y los ojos enrojecidos. Hace una interpretación memorable en la que no falta la invitación al erotismo.
  La película es ambigua, lanza a cara y cruz una moneda que permanece flotando sobre la superficie de las aguas, sin que sepamos muy bien si se impone la luz y  lo diáfano, o el desnortado cisne se repliega en un punto lejano de las sombras. 

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