lunes, 23 de enero de 2017

JAVIER BOZALONGO. TODOS ESTABAN VIVOS

Todos estaban vivos
Javier Bozalongo
Esdrújula Ediciones
Granada, 2016

TRENES DE VUELTA

   En 2013 Ángeles Encinar editaba en Letras Hispánicas el volumen Cuento español actual (1992-2012). Era una aproximación canónica y necesaria. Exploraba con sentido crítico las condiciones sociohistóricas y la heterogeneidad de formas y contenidos del cuento actual donde conviven autores que han convertido la ficción breve en ámbito primordial. A ese despliegue que vive el relato en el primer tramo del nuevo siglo se incorpora Javier Bozalongo (Tarragona, 1961) con el libro Todos estaban vivos.
   Hasta el momento el director de Valparaíso Ediciones había hecho de la poesía un trayecto circular con las entregas Líquida nostalgia (2001), Hasta llegar aquí (2005), Viaje improbable (2008) y La casa a oscuras (2009), un espacio lírico representado en antologías como Nunca el silencio, Has vuelto a ver luciérnagas y Las raíces, las tres amanecidas en Latinoamérica.
   La estética narrativa que Javier Bozalongo aplica a sus relatos y microrrelatos es comentada en el mínimo umbral por Santiago Espinosa, de quien recuerdo el balance de cierre: “Todos estaban vivos es un libro de humor en el más alto de los sentidos. Se trata de entender que estamos hechos de paradojas y de regiones inestables, que en la más gris de las rutinas puede habitar la chispa de lo maravilloso”. Es un cálido aviso para navegantes que no sorprenderá a los lectores del poeta; Javier Bozalongo deriva su escritura de algunos magisterios del 50 como Ángel González, José Agustín Goytisolo y Jaime Gil de Biedma, tres maestros en el uso cordial de la ironía como recurso expresivo frente a la incertidumbre de la realidad y como actitud  frente al patetismo de cualquier fracaso.
   En la organización del conjunto hay un componente ascético; solo dos apartados agrupan los veinticuatro relatos: Uno y Los Demás; como si el escritor estableciese dos miradores, de los cuales- al menos de entrada- el primero sería más autobiográfico y el segundo más enclavado en la corriente continua de lo social. Pero el buen escritor de cuentos sabe que la autobiografía no consiste en levantar acta notarial de las propias vivencias sino en inventarse una identidad verosímil que funcione como una máscara ante el espejo del yo.
   En los relatos de “Uno” la convivencia sentimental se convierte en veta argumental constante. Esa convivencia no es el reiterativo arrastre de cantos rodados por el fluir de los sentimientos, como aquellos fotogramas de Pretty Woman que aspiran al final feliz. En la senda compartida no hay más huellas que las migajas, los efectos personales de la desolación, el sentimiento de pérdida que emana de la ausencia. Entre los textos del apartado inicial sobresale “El tiempo de un reloj”, un cuento en el que la sombra del padre se ubica en la memoria para cronometrar el acontecer del hijo, ese tictac del reloj heredado que consume las expectativas sin puerto. Constato mi predilección en este apartado por el relato “Plasma” una mirada a ese fondo de fotografía que se adapta, en el discurrir, a los vaivenes de una realidad que tiene  dimensión paródica.
   Con similar extensión, “Y los demás” clarifica los elementos necesarios del paisaje exterior, donde la excentricidad y el absurdo se reflejan con nítidos contornos. La muerte es uno de los elementos fundacionales de la existencia; ella corrobora el existir transitorio y atestigua con ironía nuestra debilidad, acaso recordando que, en algún momento, todos estaban vivos. Las biografías ajenas deambulan cerca, aunque nunca lleguemos a traspasar la epidermis de las apariencias y en cada personaje se preserve una cara de sombra, el rumor seco de lo inesperado.
   El relato requiere una arquitectura de alzada. Una expresión concisa que se aviene mal con lo divagatorio y que debe percibir el desarrollo de lo potencial. En los cuentos de Javier Bozalongo se condensan transeúntes que ocupan las aceras de la pérdida, ese callejero azaroso que traza lo diario. Y su escritura deja una caligrafía sin juicios de valor, con el trazo natural de quien sabe que toda cerilla se consume pronto, que llega el alba con mirada turbia.

   







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